Vivir para morir.
Respira suavemente durante unos
segundos, mira a tu alrededor y asimila la realidad. Esa realidad a la que
estamos acostumbrados a ver, y a ser. Sentir el aire rozando tu piel, notar
esas motas de ignorancia que se esparcen por tus venas, ese vaho que desprendes
al pasear y regocijarse al ver la belleza en sí de la vida, al sentir el viento
golpeando tu rostro, escuchando unas risas llenas de alegría, de familias, de
parejas, de jóvenes, disfrutando de la vida. No se trata de planear ni de
calcular nada. Disfrutar de las pequeñas cosas.
Miras a tú alrededor, y ves el entorno, el
tiempo, aquellos bloques, pisos viejos esperando a ser carcomidos por el tiempo, por la suciedad, por la
antigüedad. Nubes danzando en el cielo, sin llegar a eclipsar el sol, un sol
radiante atravesando cada poro de mi piel. Árboles floridos movidos por el
viento que proviene del oeste. Gaviotas sobrevolando por encima del banco
central de Manhattan, huyendo en dirección contraria, como si supieran a donde
ir. Son aquellos pequeños, hermosos detalles los que hacen que no cuestionemos
el por qué de nuestra existencia, porque sabemos que en el fondo y después de
todo esto, estamos destinados a morir y seguiremos sin saber por qué.
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